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Un porqué para vivir

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Aquel que tiene un porqué para vivir, puede enfrentar todos los cómos“. El problema aparece cuando se cuestiona ese objetivo y se experimenta la desasosegante sensación de vacío al no encontrar nuevos desafíos a los que asirse, pues todos parecen igualmente prescindibles.

 

Prostitue Paris

 

A sus treinta y cuatro años, trabajaba en el departamento de Filosofía contemporánea como profesora adjunta, después de una defensa “cum laude” de su tesis sobre la influencia de Heráclito en el pensamiento de Oswald Spengler. Impartía Filosofía de la Historia y Estética en la Universidad Humboldt de Berlín, y aspiraba a la titularidad en su puesto que llegaría, como siempre, “a su debido tiempo”. A pesar de todo, su carrera académica había sido prometedora y todos contaban con que hiciese nuevos méritos que redundasen en beneficio de la propia Universidad.  Estaba donde siempre deseó estar… y, sin embargo…  el ambiente académico resultó decepcionante: la labor de docente requería horas de preparación de clases -máxime cuando se trabajaba a través de debates, como hacía ella-, y la investigación acabó por reducirse a publicar el mayor número de artículos posibles para engrosar el curriculum, siempre con el beneplácito naturalmente de los saurios-catedráticos que tiranizaban los departamentos y pretendían dirigir también las líneas de investigación. Afortunadamente Ann nunca fue víctima de ningún plagio, pero vio cómo varios compañeros desistían de una brillante carrera académica, tras ser víctimas de este mal endémico.

 

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Había nacido en el corazón de la Alemania protestante, en una pequeña localidad entre Sajonia y Brandemburgo, cerca de Wittemberg. De familia modesta, su madre Katharina era una sencilla maestra de escuela que había sacado adelante a dos hijas de corta edad sin más ayuda que la de los abuelos maternos. Su padre murió en un accidente aéreo cuando Ann contaba sólo cuatro años de edad. Su hermana Karen se suicidó poco antes de cumplir los dieciocho, al igual que la abuela Lieselotte… Poco sabía de sus parientes colaterales, su madre era hija única y los familiares paternos resultaban tan huraños y desconocidos que no le inspiraban confianza alguna, sabía a ciencia cierta que no podría contar con su ayuda en caso de necesitarla. Por eso se prodigaban una educada y distante indiferencia.

 

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El padre de Ann era una figura mítica en la familia, pero existía un silencio tácito no acordado en torno a él. No es extraño, entonces, que desde niña y después de treinta años continuase preguntando sobre su fuga de Berlín oriental y sus viajes alrededor del mundo. Su pequeña biblioteca en la que se encontraban libros sobre esoterismo mezclados con tratados de física, psicología y politología (especialmente anarquista), despertaban aún más la curiosidad sobre aquel singular ingeniero, al que tanto se parecía Ann, a juicio de todos. Pero ante sus preguntas, sólo obtenía evasivas que ella atribuía a un duelo no resuelto en la familia.

 

Cassis Paris 1933

 

Ann se trasladó a la capital con dieciocho años para estudiar Filosofía. Lo tuvo claro desde siempre, con esa ingenua certeza de los años púberes. A medida que pasaba el tiempo, sin embargo, las dudas se hacían cada vez más presentes y la ingenua y sólida imagen de sí misma sobre la tarima de un hemiciclo conferenciando, no se le antojaba ya tan estimulante. El trabajo le absorbía de tal forma que nunca encontraba tiempo para sus lecturas, salir a correr no era suficiente para descargar tensión y había dejado de escuchar música, y ya se sabe que “la vida sin música…” No encontraba placer en nada y de no ser por sus múltiples responsabilidades laborales, pasaría el día tirada en la cama. Lo peor es que había comenzado a cuestionar si toda aquella especulación abstracta, en definitiva, servía para algo. Ella misma conocía los límites de sus tesis e invertía más tiempo rebatiéndolas que afianzándolas. No era su labor la de una filóloga, pero así se sentía interpretando los textos de otros filósofos, mientras sus ideas eran relegadas a un segundo… tercer plano. Se sentía alienada. Necesitaba frivolizar. Sin embargo, en su vida no había lugar para las amistades, más allá del reducido círculo de profesores de la Universidad, hacía años que no pisaba el cine y mucho menos el teatro, y era esquiva con cualquier proposición masculina que implicase permanecer a solas más de media hora sin otra causa justificada que el mero hecho de estar juntos. Todo restaría tiempo a esas investigaciones que, por otra parte, no parecían progresar. Eso era lo que más la consumía: sentir que la vida, pletórica y desbordante, la estaba esperando, mientras ella se obstinaba en tomar otro camino. Se había enclaustrado en la fortaleza Humboldt y, en su fuero interno, reconocía que deseaba huir de allí, pero no sabía cómo ni hacia dónde dirigirse. Al conquistarlo, había perdido su objetivo.

 

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Aprovechando unas vacaciones de Pascua, decidió visitar a su madre en su pequeña villa y poder alejarse así de la vida académica que la constreñía, aunque la relación entre ambas nunca fue satisfactoria. El carácter reprimido y represor de Katherina chocaba contra el ímpetu y la curiosidad de su hija. Sus conversaciones siempre fueron difíciles; sin embargo, en los últimos años se habían vuelto anodinas. Ann, que acostumbraba a encerrarse en su habitación para meditar y dar largos paseos en solitario, aprendió a utilizar el silencio para evadirse y evitar las discusiones. Pero en esta ocasión observó la gran necesidad de compañía que su madre ya jubilada precisaba. Por desgracia no era ella quien podía sacarla de su aislamiento, porque éste no era físico, sino mental.

Como siempre Ann examinó el despacho de su padre. Acostumbraba a pasar en él largas horas mirando antiguas fotos, hojeando libros o simplemente revisando sus cosas. Todo estaba en orden, salvo por un pequeño detalle… En la chimenea quedaban restos de un escrito, eran papeles recientes. Ann no pudo entender de qué trataba el texto quemado, pero quedó atónita ante el pie de página, perfectamente legible: “Itabirito, once de marzo del año en curso. Johann S. W. Neitzel“. Era la firma de su padre. La carta se había recibido apenas unas semanas antes de su llegada a la villa.

De improviso, su madre asomó por la puerta del despacho. Ann, arrodillada como estaba ante la chimenea, y con el pedazo de papel en la mano estaba sobrecogida, el corazón le latía con fuerza, miró a su madre y sólo pudo preguntar:

-¿Dónde está Itabirito?

Katherina sufrió un leve mareo. No podía articular palabra. Treinta años eran demasiado ocultando aquella colosal mentira. Se arrodilló al lado de su hija y, en un hilo de voz, le contestó:

-Sería mejor que lo olvidaras- contuvo un suspiro y rompió a llorar silenciosamente.

 

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La joven se retiró sin decir nada. Aquella misma noche rastreó la web buscando aquel extraño topónimo… ¡Brasil! ¿Su padre vivía en Brasil o era uno de destinos temporales? A la mañana siguiente, Ann no quiso interrogar a su madre, sabía que las respuestas que necesitaba las encontraría en el hemisferio austral. Sin mediar palabra, decidió hacer la maleta y volver de inmediato a Berlín. Había demasiadas cosas que preparar, aunque sólo tuviera un nombre, Itabirito, un apellido, Neitzel y una la foto deslustrada de un barbudo treintañero que ahora frisaría en los sesenta. Definitivamente ya no le importaba el cómo, los “por qués” habían comenzado a multiplicarse.

 

*Todas las fotografías son de Brassaï.


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